jueves, 30 de agosto de 2007

LA DUODÉCIMA.



- ¿Qué te pasa?

Rubén pronunció la segunda “a” con énfasis literario a Oswaldo, que daba muestras de estar desbaratándose totalmente sobre el gris metálico, que rodeaba sus manos ásperas y humedecidas del frío derramado por la piel de la cerveza. Éste no se inmutó, todo le parecía extremadamente absurdo, la particular forma de actuar de Rubén le parecía absurda; Alonso exacerbado casi convulsionaba de emoción ante tanto vaho sexual revoloteándole entre las orejas, simulándole silbido de playa de la costa azul, donde se había criado su madre entre cantos salinos; era absurdo también, lo suficiente como para que la presencia de ambos fuera indispensable en estos episodios de hastío y existencialismo que atacaban cada dos o tres meses, precedidos claro de la respectiva crisis poética, donde toda navaja que estaba alrededor suyo corría el riesgo de ser participe de sus fallidos intentos de ofrendar su muerte por el arte, en un ridículo ritual que no se consumaba jamás y que era necesario renovar cada vez mas a menudo. ¿De qué sirve la muerte si no es creativa? Si al final, logra ser lo verdaderamente grande en la vida, para alcanzar desaparecer con todo el idealismo posible, entre el fuego de uno mismo y creyendo que algún día podremos alzarnos entre los escombros de la humanidad, así es, como fuego verdadero, propio y verdadero. Mas la muerte es un reto terrible para ser asumido por alguien o muy estúpido o muy valiente, que al final viene siendo lo mismo.

No comprendía la manera de actuar de… el 90% de las personas...

¡La muerte lo aclamaba a gritos!, parecía pedir su cabeza desde un trono solemne e ignominioso y Oswaldo decíase jugar con ella, tentarla, dejarla picada, y no caer en la telaraña de suspensión herido internamente por el tósigo letal. O él clamaba a gritos por ella. “Ha de ser mujer, la muy puta” refunfuñaba entre dientes.

- Siempre hacen lo mismo con uno- se quejó en voz alta.

- ¿De qué estas hablando?- le respondió Rubén, con una manera que mas que respuesta, era un reclamo provocado por la indignación que, quién sabe por que, le provocó el comentario.

Lo miró el otro, y descubrió en él la franqueza de la locura y pensó porque una persona como Rubén corría en su búsqueda hacia un antro desagradable y hediondo a vicio a las once de la noche. No era un ambiente halagador, mucho menos cómodo y nunca para alguien como él, que sólo pensaba en beber café lejos del vulgo que retoza como poseído por el mismo Satán en medio de una pista donde la luz cobra vida y baila en sicodélica parodia de las órbitas de los planetas. No, no era para él, el amante de las hojas muertas y pendejadas como ésas; mas había venido a buscarle, como aquella vez que Oswaldo huyó de sus compañeros del INFRAMEN, con la camisa rasgada y sin zapatos, sangrándole la boca y lo encontró bajo unas gradas viejas de concreto, simulando las lágrimas, ese día Rubén se sonrió y le dijo suave “Venite maje”.

- No me hagás caso… ya voy por la duodécima.- Reaccionando.

Y lanzó una carcajada adolorida, que contrastó con el ardiente calor del lugar.

lunes, 27 de agosto de 2007

Vientos del Sur



Esta canción en particular me encanta, no soy muy fan de las diapositivas que te cambian la vida en 15 segundos, sin embargo algunas de estas escenas las había visto antes, como la masacre de focas blancas, asi que lo subo por varias razones y por que Avalanch es una de mis bandas preferidas y esta canción tiene un mérito especial.

miércoles, 22 de agosto de 2007

DE LA MUERTE QUE POSA CUAL DAMA

Transcribo un artículo que he tomado de Calleja de las Flores, q su vez lo tomaron de algún otro lugar.... La paradoja del arte del lente frente a la brutalidad cotidiana, mas, como alguien dijo por ahí: el arte, en verdad, no sirve de nada.



La fotografía de la pesadilla

John Carlin 18/03/2007 / El País


La imagen de ese buitre acechando a una niña moribunda en África le persiguió en vida. Con ella atrapó el Pulitzer, pero también la maldición de una pregunta: “¿Qué hiciste para ayudarla?”. A Kevin Carter, cronista gráfico de la Suráfrica del 'apartheid', la presión le empujó al suicidio. Un periodista testigo de aquellos años rememora su figura. Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue. No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó. Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos. Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Suráfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid. Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa. La gran ironía de la historia reciente de Suráfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo. Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Yo había llegado a Suráfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo. Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros. En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio a la niña y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida. Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades. El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club. En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él. El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado. Mandela era presidente. Suráfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor... El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.

martes, 21 de agosto de 2007

Hay fuego tras la madera


Si a vos ya ni te importa

esta hueca

marioneta

que remeda a un ser humano.




Imagen de Scott Radke, artista plástico cuyo trabajo va desde la escultura hasta el mural.

sábado, 11 de agosto de 2007

CARTAS AL PAÍS DE LAS MARAVILLAS.


Querida Alicia:

Te odio.

Cartas q empiezan así tienen origen en un pasado sombrío. Ha de ser de demasiado amor nena, que se corrompe la sed de posesión y lo carnal de los inviernos. Su familia es una mierda total, tanta putrefacción ni el aire de méxico la soporta, es corrosiva, como su saliva, que se viene dentro y me incendia los círculos mayas inexorables que poseo; la nueva conquista arrasadora, huracanada con ímpetu de mares y continentes, así no se puede vivir reina, no se puede. Ayer vi otra vez el parque petrificado, arrastrando las hojas descendí en el fuego sangriento de sus muertes, pobres ellas encaminadas a mis suelas, en su muerte tan vana e insípida para los niños. He sentido el dolor de los pasos sobre ellas, muertas, muertas, muertas.... lleno el parque, retumbaba de silencio, y la voz suya parpadeante haciéndose pedazos en los faroles de las esquinas. Cuantas tardes me he sumergido bajo la tierra para gritar sin quebrar cristales, ¿Cuántas?.

Pero usted ha sido una mujer estúpida conmigo, fingiéndose muñeca. Yo abriendo mis brazos todos, le vuelco el mundo si quiere, pero arránqueme este delirio irónico que me resquebraja la sabiduría hermosa de la raza. Usted es como esas hojas... ya lo sabía ¿verdad?.

Entonces dése todo su esplendor con esas cadenas colgándole bajo los pechos de rosa y no permita que la bese otra vez, así se evita la culpa de mi suicidio en el monte.

Te odio, en este lenguaje de loco, adivine usted que significa.

Suyo, Rubén.

miércoles, 1 de agosto de 2007

DE ERIKA CHIQUILLO SALINAS



Despertar

Sentada,

a la orilla de sus labios…

Escribe su nombre

deslumbrante, misterioso, diminuto.

Atrapada,

se conduce hasta su luna.

Sus ojos acanelados, suplican ferozmente:

¡olvida cualquier cosa que signifique, distancia!

En silencio,

toma su mano alfarera

buscando su regazo:

un corazón late fuerte, muy fuerte.

Suspira,

las palabras se cubren de una luz boreal extraña.

Enmudecido,

apenas murmura promesas, vestidas de gardenias

en torno al alba que abrirá paso a la resurrección…

Ha despertado su corazón dormido.