miércoles, 17 de septiembre de 2008



Te olvido nombre extraño

Tu boca se hace enorme y se funde cotidiana
no más ecos del alma que me seduce
no más palabras de caos desde tu submundo
no más delirio subyacente a la máscara.

Te olvido, al amor olvido.

Lentamente
como al árbol maldito que acuchillaste niño.

miércoles, 17 de octubre de 2007

NO TE HE DEJADO MORIR.

(Monólogo de Oswaldo en el mundo más inusual posible)

Rubén,

“Sabés bien lo que he querido decirte, nadie mejor que vos para adivinar la cera que recorre este cadáver plagado de esposas insurrectas, recorre la sombra de la vida eterna misma dentro de las minas nórdicas, nadie mejor que vos para creer que de verdad he querido matarme…

Me ha acosado tu nombre, y tu constitución de poeta de eras nuevas, me has dejado atrás de vos siguiendo el rumbo con paso metafísico de larva instrumental y custodiando siempre la colilla del cigarro que dejás caer a eso de las seis de la tarde, y le recojo, como el mas vil de los perros recogiendo el cristal de tu buen esoterismo cultivado entre sutilezas. Una vez me dijiste que huyera de la verdad, que mis mentiras eran más verdaderas de lo que pensaba, que me delataban en cada esférica cosa o rata que me salía en el papel…. Y yo, como todas las veces, he corrido a ocultarme, con mis mentiras a media certeza, afanándome por ser azul y llegar a tu diestra.

Nada mas te he servido de alimento para el ego, nada mas te has retratado en mí como lo que pudiste haber sido dentro de la miseria en la que me balanceo, viniste cuando Alicia te hizo sentir pobre y yo no te reproché el serlo en mi cara, ni te dejé caer porquerías en el pecho con mi vecina ruindad de grandeza, en ese momento me has dejado, sin querer, ser grande.

¿Y que sería de mi sin vos? Si camino como bobo entre la suspicaz noche y las sedientas luces que llevan a lugares que no te gustan y que “son malos para la gente azul”. Largo! ¿Cuándo vas a dejar echarme en el camino con mi pereza de ser poeta y ajá, abismo desnudo entre las comestibles notas de una ceremonia para mis exequias?. Y has de decir: Oswaldo, no te he dicho que no te des paja con esas palabras de muerte, Oswaldo, si no te has atrevido a vivir, a perecer menos…

Pero me has creído, porque sos el mejor para creerlo. Porque me has descubierto puro en el cuaderno #10 que me quitaste y de ahí lo de la desnudez, la muerte y la poesía. En todas partes, tu sarcasmo escénico renace como para hacerme creer que el de la demencia soy yo, que nada es material y soy putrefacto… mentira, te da miedo mi sombra, que se proyecta en tu espalda desde siempre. Te da miedo que de verdad he querido matarme. Y temes quedarte sin esa pila bautismal en la que lavás tus pecados repulsivos de gran ángel de las sombras, nadie más solo que vos en esta vida que apenas me tenés a mí y a mis descensos para compensar tu lecho de hombre y sentirte cazador, olvidarte al fin de la banalidad de tu naturaleza humana, verte como la verdad misma en el pecho del agua, redimirte con mi miseria.

La intensidad ha vuelto a mi, camino por la misma orilla antihigiénica. Me enredo en el astuto juego de tu conciencia vitalicia, me embriago por que soy hombre puro y el licor encuentra en mí la sangre de infante desconsolado, hierve en mí, el fuego suave del fermento bilateral de los humanos todos. ¡Y nadie más libre que yo que deseo la muerte!. El día que quiera libertarme, ¿acaso voy a necesitar tu nombre o tu cd predilecto? Pasáme mejor una bebida, ayudáme a embriagarme, dame el dulce vinagre de la sumisión.

Solo quisiera…

me gustaría…

poder decirte todo esto….

jueves, 4 de octubre de 2007

-URBANO-



Para vos...



No hay cartas de crespón en las aceras clandestinas...

la lluvia q resana el olor de cirios encontrándose en la tiniebla, los pasos truncados de las noches de poesía, maldita poesía, los hombres, todos mudos ahogándose de boca entre el fango infernal de ayer q fue un día por lo menos triste... después, vienen tus alaridos sembrados en el concreto y tu huella perpetua haciendo meollo en la telaraña del vacio estelar. La desnudez sincera de el ardiente secreto del callejón y el asfalto de golpe ante la luz diciendo no se que oración de una religión mundana, el cadáver de la flor, la luminosidad del tabaco.... el camino amplio e insuficiente, la boca mas grande devorándose al mundo, la sombra, el rictus, los bares, la mirada...

Nada…

Pirotécnicas manos se aferran al silencio de los muslos... q acabe, q acabe. Nosotros los seres periféricos del mundo, osamos con nuestra lengua acariciar a los más sublimes y con el filo de nuestro aliento besarles las pupilas con plomo. Seamos buenos, buenos amantes y poetas, ignoremos la herrumbre y el pudor. Al final, nada más como arcilla desechos entre las piedras claras, imaginándonos que son lunares. Más allá de la gloria y la impotencia, nuestras madres raquíticas de sal, la sodonimia sapiens sapiens y el licor entrañable del amor más dulce q conocimos. Implacable destierro, infértil melancolía.

Nada... gris aun.

La dosis necesaria de todo lo innecesario.

Caer, como dijo aquel en septiembre y aun lo repite, frente al paredón inicuo que profetiza con aire universal y descarada furia la pólvora que acecha las noches de los sueños de los niños de las tierras de inmundicia de dios de los mares de tu nombre y de tu nombre.

La imagen tuya resquebrajada toda, como si fueras humano. Nosotros los seres más profundos y terribles, nos tocamos el alma ensangrentada para disipar las dudas del disparo. Y aquí vivimos, en la capital del quebranto. Como hombres hechos humo, en las avenidas mas visitadas por el mito urbano de la soledad. Y la soledad nos ha hecho libres.

lunes, 10 de septiembre de 2007

ALICIA SORTILEGIO

(BUMBURY)

RECUERDOS DE LA NOCHE DE NOVIEMBRE.


Cuando la vio, la ignoró tan vehementemente que parecía más bien asedio.

El poeta, el raro, el comunista. Se había parado junto a él, nada tenía en particular su rostro; su cabello de rebelde caía entrelazado, como lazo, en una trenza hasta la mitad de la espalda de guerrero que se ensanchaba con la negra camisa. Nada fuera de lo común, a menos que se acercara a acariciarle con los ojos la silenciosa sonrisa que decía oscuridad, a menos que la luz del salón, donde se llevaba a cabo la reunión inútil, se atenuara y le rozara el agraciado perfil de hombre-lobo-hombre a contraluz.

Toda ella era otra. Reía estrepitosamente, era toda espectáculo. Alrededor suyo, se desvanecían lentas y ambiguas las imágenes, en muecas adoloridas de felicidad, de fondo la eterna música vieja de los 70`s que su padre pedía y pedía. Mas todo se volvía un espantajo de luz y las cosas se hacían de baquelita, hundiéndose dentro de un juguete caótico de colores, sacudiéndose con la mortal tristeza del mundo que no se posee y que, se sabe en silencio, jamás se es realmente importante como el jarrón azul que trajo la señora de España, o el perro de color cenizo que siempre huele a canela. Por eso todos se habían puestos pomposos, de colores destellantes en la oscuridad, y se movían como gusanillos en su magnífico festín final. Bajo el exceso de maquillaje, acá y allá, desgarradoras miradas de cautela y de mesurada desconfianza. Tan bello era para Rubén indagar en las emociones cautivas, tanto que dentro de si germinaban cuestiones sobre los vestuarios escogidos, las palabras precisas para expresarse, la dirección de las miradas; pero ella opacaba la escena con su naturalidad escandalosa, con sus vulgares maneras de llamar la atención a través del ruido; y él queriendo inspeccionar ademanes y susurros de la gente, ella le robaba concentración porque emanaba cierta luz malévola, e indicios de falsa prepotencia ridícula que pretendía intimidar a los demás.

- ¡Rubén! ¡Rubén!-

Las amigas que cacaraqueaban, llevándolo de un lado a otro en una fastidiosa parsimonia de protocolarios encuentros.

- Este, querido, es el Sr. Kwhithksyskie (Rubén mirando los ceniceros de la mesa), tiene acciones en una urbanización cerca del lugar aquel usted, donde su abuelita vendía conserva allá por los años 80 en La Libertad, ¿recuerda?... además su hija, que va a la escuela alemana, ha…bla bla bla..

Rubén se esforzaba en sonreír, nada mas dulce que la conserva de su abuela. Y miraba constantemente los claveles de la mesa central.

- ¿Es usted pintor? – dijo secamente el anciano con la falsa empatía mas evidente de Rubén había visto en su vida.

- Nada mas fumador, señor.- y su vista perdida entre el fulgente cristal de la mesa del centro, que era atravesada por los disparos de las luces que las velas alimentaban.

Pero ahora, su atención recaía en el alboroto de la gente que se había agolpado alrededor de la muchacha cuyo vestido se ennegrecía de la sangre que brotaba aparentemente de sus costillas. Algunos gritos de terror y gemidos sueltos. Todos se inclinaban a los oídos de otros a comentar que pasaba.

- ¿Qué sucede?- susurró Rubén para sí.

jueves, 30 de agosto de 2007

LA DUODÉCIMA.



- ¿Qué te pasa?

Rubén pronunció la segunda “a” con énfasis literario a Oswaldo, que daba muestras de estar desbaratándose totalmente sobre el gris metálico, que rodeaba sus manos ásperas y humedecidas del frío derramado por la piel de la cerveza. Éste no se inmutó, todo le parecía extremadamente absurdo, la particular forma de actuar de Rubén le parecía absurda; Alonso exacerbado casi convulsionaba de emoción ante tanto vaho sexual revoloteándole entre las orejas, simulándole silbido de playa de la costa azul, donde se había criado su madre entre cantos salinos; era absurdo también, lo suficiente como para que la presencia de ambos fuera indispensable en estos episodios de hastío y existencialismo que atacaban cada dos o tres meses, precedidos claro de la respectiva crisis poética, donde toda navaja que estaba alrededor suyo corría el riesgo de ser participe de sus fallidos intentos de ofrendar su muerte por el arte, en un ridículo ritual que no se consumaba jamás y que era necesario renovar cada vez mas a menudo. ¿De qué sirve la muerte si no es creativa? Si al final, logra ser lo verdaderamente grande en la vida, para alcanzar desaparecer con todo el idealismo posible, entre el fuego de uno mismo y creyendo que algún día podremos alzarnos entre los escombros de la humanidad, así es, como fuego verdadero, propio y verdadero. Mas la muerte es un reto terrible para ser asumido por alguien o muy estúpido o muy valiente, que al final viene siendo lo mismo.

No comprendía la manera de actuar de… el 90% de las personas...

¡La muerte lo aclamaba a gritos!, parecía pedir su cabeza desde un trono solemne e ignominioso y Oswaldo decíase jugar con ella, tentarla, dejarla picada, y no caer en la telaraña de suspensión herido internamente por el tósigo letal. O él clamaba a gritos por ella. “Ha de ser mujer, la muy puta” refunfuñaba entre dientes.

- Siempre hacen lo mismo con uno- se quejó en voz alta.

- ¿De qué estas hablando?- le respondió Rubén, con una manera que mas que respuesta, era un reclamo provocado por la indignación que, quién sabe por que, le provocó el comentario.

Lo miró el otro, y descubrió en él la franqueza de la locura y pensó porque una persona como Rubén corría en su búsqueda hacia un antro desagradable y hediondo a vicio a las once de la noche. No era un ambiente halagador, mucho menos cómodo y nunca para alguien como él, que sólo pensaba en beber café lejos del vulgo que retoza como poseído por el mismo Satán en medio de una pista donde la luz cobra vida y baila en sicodélica parodia de las órbitas de los planetas. No, no era para él, el amante de las hojas muertas y pendejadas como ésas; mas había venido a buscarle, como aquella vez que Oswaldo huyó de sus compañeros del INFRAMEN, con la camisa rasgada y sin zapatos, sangrándole la boca y lo encontró bajo unas gradas viejas de concreto, simulando las lágrimas, ese día Rubén se sonrió y le dijo suave “Venite maje”.

- No me hagás caso… ya voy por la duodécima.- Reaccionando.

Y lanzó una carcajada adolorida, que contrastó con el ardiente calor del lugar.

lunes, 27 de agosto de 2007

Vientos del Sur



Esta canción en particular me encanta, no soy muy fan de las diapositivas que te cambian la vida en 15 segundos, sin embargo algunas de estas escenas las había visto antes, como la masacre de focas blancas, asi que lo subo por varias razones y por que Avalanch es una de mis bandas preferidas y esta canción tiene un mérito especial.

miércoles, 22 de agosto de 2007

DE LA MUERTE QUE POSA CUAL DAMA

Transcribo un artículo que he tomado de Calleja de las Flores, q su vez lo tomaron de algún otro lugar.... La paradoja del arte del lente frente a la brutalidad cotidiana, mas, como alguien dijo por ahí: el arte, en verdad, no sirve de nada.



La fotografía de la pesadilla

John Carlin 18/03/2007 / El País


La imagen de ese buitre acechando a una niña moribunda en África le persiguió en vida. Con ella atrapó el Pulitzer, pero también la maldición de una pregunta: “¿Qué hiciste para ayudarla?”. A Kevin Carter, cronista gráfico de la Suráfrica del 'apartheid', la presión le empujó al suicidio. Un periodista testigo de aquellos años rememora su figura. Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue. No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó. Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos. Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Suráfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid. Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa. La gran ironía de la historia reciente de Suráfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo. Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Yo había llegado a Suráfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo. Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros. En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio a la niña y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida. Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades. El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club. En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él. El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado. Mandela era presidente. Suráfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor... El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.