martes, 24 de julio de 2007

Tequila. Tequila.


-Alguien dijo: “Nostradamus mucho”

Así decidió, muy bien, que el alcohol sería mas fiel que lo que cualquier amigo custodio podía serlo. Es molesto eso de que a uno le hablen de la vida y sus decires, malos entendidos y golpes de pecho, cuando lo mas importante, en esa fracción delicada de tiempo, donde nada pesa como emocional ni hormonal, ni se justifica por que haya necesidad de hacerlo y las cosas fluyen por sí solas sencillas, viniendo sugestivas y dulces en el viento dispuestas a ser cogidas con ambas manos y con la pereza espiritual de reírse en vez de llorar, es aspirar suavemente el licor destilante de las paredes y de todo cuerpo animado o no que pulule alrededor de la hostia lumínica y central, la que obliga desde el cielo falso a desviar las miradas hacia los límites de concreto donde resbala la gente después de perder el sentido en un orgásmico exilio de la realidad.

Alonso estaba ahí, habló como pudo por teléfono. Su voz se rompía entre súplica y jodarria triste. Pero Oswaldo recordaba la soledad como la era propia para el nacimiento de nuevas margaritas de metal y carbón. El agua que humectó sus parpados antes de recorrer el camino sólido y nocturno para reabastecerse del mundo y de su humanidad indispensable, desesperanzadora, como los aniversarios de los cincuenta en adelante (cuando la vida es un rubro social camino a la caducidad) aún rebotaba hiriéndose en sus pestañas de niña, las que en el colegio le valieron apodos como “golondrinita”, que lograron acariciar los senos de Gisela a los quince, tan húmedas como aquel día, húmedas de algo mas que agua.

Alonso se derretía por la rubia de la barra, miraba constantemente su reloj que se rodeaba de líquido blanquecino, enrojecido, agrietado, violeta... con el cuerpo de la rubia rebotando en cada espejo del techo. Multiplicándose en un eco visual profundo y amanerado, se deshacía en éxtasis su aliento ponzoñoso que se pegaba ardiente, como un cigarrillo, en la piel.

¡Tequila!¡tequila!¡tequila!- la mara enardecida y se reía de tanta estupidez esbelta.

Mientras él se deleitaba en las morenas luces del espejo, Oswaldo se arropaba con un vodka en la mesa, disipando el frío de la inercia poética que lo acechaba en cada silla lumínica del bar. “Ah- decía en su mente, o lo leería posiblemente en algún pasaje extraviado de poeta- intrépidos mortales, a solas y a diestra con la muerte”. Y se ahogaba, se ahogaba, se ahogaba, el negro salmón entre la garra del oso.

Al otro sólo le tocaba esperar que llegara Rubén, con sus deseos reprimidos de tomar un café en casa, junto a su fiel oyente felino Belial, quien le acariciaba de vez en cuando los dedos con la lengua, como si se tratase de una amante de abriles.

Y Alonso ni se imaginaba que la rubia era un travesti.

2 comentarios:

Manuel Bolaños dijo...

Muy bueno... No habia tenido oportunidad de conocer tu lado narrativo, asi que mucho gusto!

Wingston González dijo...

vaya. qué interesante. me alegro de no ser alonso.